El martes, con ganas inmensas de aprender italiano, y una charla sobre sillas en Visual Arts, más filosófica de lo que pueda parecer, comenzaron las clases; reflexiones sobre peces y soledad con el inspirador Pablo, que te hacen amar más aún la literatura, conjeturas sobre los Obas y el significado de su sombrero puntiagudo en Art Center, entremezclado con dudas infinitas sobre la elección de asignaturas, un paseo en un barco de vela que me hizo enamorarme un poquito más de Duino, un cumpleaños muy mexicano a las 6:30 de la mañana, y noches a ritmo de Fito, con Celia a la guitarra. Una semana mágica, y un tanto alocada, que terminó incluso mejor (¿eso puede ser posible?) de lo que empezó.
A las 13:15 todos los primeros años salimos, casi volando, de nuestras clases, invadiendo las calles de Duino, para llegar a tiempo a Mensa, engullir unos raviolis, y salir de nuevo corriendo hacia nuestra residencias para terminar de hacer la maleta. Dos autobuses nos esperaban en frente de Office Building, los cuales, después de dos horas de canciones, y alguna cabezadita tímida, nos dejaron donde pasaríamos el fin de semana: una explanada de hierba, rodeada de montañas y frondosos árboles, con un precioso lago en el centro; escenario inigualable para conocer, entre risas, mejor a tus coaños, mientras intentas, durante casi dos horas, y con la ayuda de otras diez personas, construir la tienda de campaña en la que dormirás, o intentado cocinar polenta, una ‘curiosa’ comida italiana, que no tuvo mucho éxito, y que será tu cena durante todo el fin de semana.
A pesar del frío y el incómodo saco de dormir, las canciones alrededor del fuego y la promesa de una aventura a la mañana siguiente, nos hizo ponernos en pie bastante temprano. Una ducha fría, una tostada de nutella y unas risas con los latinos dieron comienzo a uno de los mejores, pero a la vez, cansados días desde que llegué a Italia. Ante nosotros, una montaña, desafiante, de más de 1.200 metros, casi 10 horas de senderismo, y un grupo de jóvenes dispuestos a llegar a la cima. Fotos llenas de caras sonrientes, conversaciones sobre países antes desconocidos, descansos cada cinco minutos para coger aliento, y comer un poco de chocolate, personas que te hacen sacar una sonrisa, y pensamientos con olor a casa; una vista increíble desde la cima, y un merecido, frío, pero adictivo, baño en el lago antes de ir a la cama.
En el autobús de vuelta, con los ojos casi cerrados, y escuchando música con Prianca (India), me di cuenta cuanto echaba de menos Duino; no tener tiempo a penas para hacer tus tareas porque siempre hay una conversación interesante cerca, comerte un gelato aunque esté lloviendo, las quedadas espontáneas en Micky para poder conectarte a internet, y escuchar el rugir de las olas del Adriático antes de ir a dormir, sabiendo que, mañana, te espera otro día inolvidable.